
Sus amigos de travesía eran otros leprosos como él, que con el tiempo se convirtieron como en una familia. Comían juntos, compartían juntos, se apoyaban los unos a los otros. De uno de ellos fue la idea de ir a donde Jesús estaba, él sanaba a los enfermos.
Ese día sus campanas sonaron con más fuerza. Él, y nueve compañeros más, desde la distancia gritaron: “Maestro, ten compasión y sánanos”. La respuesta no se hizo esperar. Jesús les pidió que fueran al templo y que pidieran a los sacerdotes los miraran para asegurarse que estaban totalmente sanos. Los diez corrieron, y en la carrera fueron sanos.
El protagonista de esta historia al verse sano regresó a donde Jesús. Quien hacía tan solo unas horas estaba pidiendo compasión, ahora gritaba: “Gracias, Dios mio, muchas gracias”. Cuando llegó ante el maestro, se arrodilló, puso su cabeza en tierra y dio gracias. Jesús le recibió y resaltó que tan solo uno de los diez había regresado a dar gracias.
Cada día recibimos mil bendiciones de Dios. Su salvación, su misericordia, su amor, su justificación, su consuelo, su compañía, y muchos otros regalos nos son entregados, y lo único que él espera recibir es un grito de gracias, como lo hizo el leproso que fue sano.
Ser agradecido no es más que la respuesta a un regalo inmerecido. Es lo que recibimos por nada lo que debe generar en nuestro corazón un sentido de gratitud hacia quien nos brinda todo.
A diez hombres les cambió la vida de un momento a otro; su encuentro con Jesús les dio la sanidad, pero de los diez sólo uno regresó a dar las gracias. El afán de este mundo y la necesidad de disfrutar lo que necesitamos nos llevan a olvidar ser agradecidos. Esta es la oportunidad de decir: Gracias, Dios mio, muchas gracias.
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