14/12/10

Desde hace algunos años he tenido una inclinación a criticar los discursos religiosos o predicaciones. Dado que la predicación es un discurso que parte de la Biblia, palabra de Dios, la predicación debe tener ciertas características específicas: profundidad bíblica, una exégesis profunda y una clara hermenéutica, también debe ser un discurso agradable, bien pronunciado, expositivo, etc.

Siempre he deseado estar en una congregación en donde la predicación tenga estas y otras características, es decir, que edifique. Tengo que decir que muchas veces he escuchado predicadores que no tienen ni idea de los conceptos anteriores pero que Dios los usa de una manera especial. La predicación siempre debe tener un equilibrio entre “ciencia” y unción. También he escuchado predicadores que hacen un estudio profundo del texto pero que no dicen nada porque no es suficiente el saber, es necesaria e indispensable la unción, y esa la da Dios, no los libros.

En este momento, el pastor de la iglesia a donde asisto seguramente no cumple a profundidad con todas las características técnicas del discurso religioso. No predica de manera expositiva, manera en que hay más edificación, no utiliza palabras en griego o hebreo, el discurso no siempre tiene una estructura definida, pero tiene una unción especial. Dios los usa. Siente lo que dice.

Cuando pronuncia una verdad bíblica lo hace de corazón, con la plena convicción que lo está diciendo es cierto, que él lo cree con el corazón y con la mente. Estaba leyendo que una de las características del comunicador es que siente lo que dice. No vasta con saber qué está diciendo, es necesario sentir, estar seguros del mensaje.

Una de las dificultades con las que cuentan muchos predicadores es que creen que la eficacia del sermón está en el número de personas que pasan al altar, que llora, que se muestra tocada. Pienso que no. De ahí que las invitaciones a pasar al altar deberían no ser parte de las conclusiones de las predicaciones, exceptuando algunos casos. Sería mucho mejor que pasara al altar el que quisiera pasar, no el que se siente “motivado /obligado” por el predicador.

Los sentimientos, o mejor el sentimentalismo le está quitando el lugar a la reflexión lógica y sincera, a la reflexión de corazón. ¿No ha conocido usted personas que pasan al altar y lloran, se levantan y nunca regresan? Muchas veces su experiencia no pasó más allá de ser el resultado de lo que sentían en el momento.

Cuando el predicador, consciente o inconscientemente, genera sentimientos encontrados en las personas, evidencia que siente poco lo que dice.

He escuchado sermones en lo que el terror invade el salón, la gente tiene cara de susto, ojos abiertos como huevos fritos, y el predicador tranquilo, pareciera que esa fuera su intención, y termina diciendo: “pasen adelante todos los que quieran vivir en tranquilidad” ¿quién no pasaría?

Antes de intentar generar emociones en el auditorio el predicador debería estar seguro de sentir en verdad lo que va a decir. Si lo siente, si le emociona el mensaje que va a dar, dicho sentimiento viajará sin problemas al corazón del oyente. El problema aparase cuando el predicador no siente lo que dice, el resultado es intentar y pretender que el auditorio sienta lo que él no siente.

Muchas veces lo que decimos lo decimos porque lo sabemos, no porque lo sentimos y eso genera problemas de comunicación. Jesús siempre sintió lo que dijo. Si tuviéramos una grabación en audio de sus palabras podríamos tener evidencia certera del tono, el volumen, la fuerza de sus palabras. No lo tenemos, pero en el texto escrito lo podemos evidenciar: “Ni yo te condeno, vete y no peques más”; “vengan a mí todos los cargados y cansados que yo los haré descansar”. Palabras que expresan lo que sentía.

Creo que si lo predicadores sintieran más lo que dicen el auditorio escucharía con más ahínco la palabra de Dios. Y ellos no tendrían la necesidad de generar emociones pasajeras.



John Anzola
Diciembre 14 /2010.


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