27/3/15

Llevaron a Jesús al borde del precipicio y no era para que mirara el valle, lo querían lanzaran al vacío. En su momento eran los líderes de Nazareth, ciudad donde creció Jesús, hoy somos nosotros; en su momento no querían saber nada del hijo de José, hoy no queremos saber nada del hijo de Dios.

Lo que despertó la reacción airada del público que atentamente escuchaba la lectura y la explicación del libro de Isaías, la mañana de ese sábado, fueron las palabras de Jesús. El discurso bien se podría dividir en dos partes, la primera consistía en la lectura del texto profético; la segunda era su explicación o comentarios al respecto.

Vamos desde el principio. Jesús había iniciado su ministerio. En la región de Galilea, con sus pequeñas ciudades, comenzaron a ver los milagros de Jesús, y a escuchar sus enseñanzas. Y en su travesía misionera decide ir al pueblo donde creció, Nazareth.

El día sábado, día de reposo, se detenían todas las actividades y el pueblo se daba cita en la sinagoga. El líder daba inicio, y después de algunos cantos, le pedía a algunos de los ancianos o a un visitante importante que tomara el rollo, seleccionara una porción, la leyera, y luego la comentara.

Ese sábado el invitado a leer fue Jesús. No era para menos. Muchos de los asistentes a la reunión sabática le conocían. Jesús había crecido en ese pueblo, y todos conocían a José, el carpintero, a María y a sus hermanos. Además, de tierras lejanas llegaban noticias de que Jesús no solo predicaba sino que hacía milagros. Las expectativas eran muy altas.

Jesús pasó al frente. El líder, un anciano seguramente, le entregó el libro del profeta Isaías. Jesús tomó el libro, lo abrió, con su mano izquierda desenrollaba el manuscrito, mientras que con su mano derecha lo enrollaba. En un momento se detuvo. Todo era silencio.

Jesús levantó su voz y leyó con claridad y en un perfecto hebreo:

El Espíritu del Señor está sobre mí,

Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres;

Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón;

A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos;

A poner en libertad a los oprimidos;

A predicar el año agradable del Señor.


Las palabras de Jesús, al ser leídas, calaron en las mentes y en los corazones de quienes lo escuchaban. La lectura de un texto en primera persona les indicaba que hacía referencia directamente a él. Durante muchos años habían estado esperando al Mesías, al ungido de Dios que tendría la tarea de liberarlos del oprobio, de restaurar sus vidas, de hacer todo lo que decía el profeta Isaías.

De toda la lectura había una palabra que aún rondaba en su cabeza. Nadie nunca se la había auto-asignado como Jesús lo acabada de hacer: Mashákj Yahveh. El señor me ha ungido, dice Jesús, soy el Mesías.

Luego de leer, y mientras todos esperaban un comentario, una explicación, Jesús entrega el libro al líder y se sentó. Todo el mundo lo miraba. En ese momento no había nada ni nadie más importante que Jesús. ¿Es él el Mesías? Se preguntaban. Todos esperaban unas palabras más de él; no era posible que solo leyera, que leyera eso, y que se sentara.

El silencio que no duró mucho pero que a todos les pareció eterno fue interrumpido por una frase de Jesús: Hoy se ha cumplido esta escritura delante de vosotros.

Los rostros de todos se transformaron. Él era el Mesías. No había duda. Un murmullo general se dispersó en la sinagoga. Unos recordaban a Jesús cuando era niño, otros cuando le ayudaba a José en la carpintería. Todos hablaban bien de él. Pero claro, cómo no, él era el Mesías.

Las palabras de Jesús, más que una lectura semanal, eran un refrigerio al alma. Vivían casi que esclavizados por los romanos, aunque vivían en su tierra se sentían forasteros, pobres y enfermos. Su corazón estaba quebrantado, y la libertad era un regalo anhelado. Las palabras de Jesús eran como un vaso de agua para un sediento. En últimas, palabras de gracia.

Pero como siempre, había un pero. ¿Cómo era posible que Jesús siendo lo que decía ser no se hubiera tomado el trabajo de venir antes a Nazareth y hacer lo que había hecho en otros pueblos? ¿Cómo es posible de abandone a sus coterráneos, su familia?

Jesús conocía sus corazones y continuó sus palabras: Ustedes me dirán el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Unos a otros se miraron. Eso era exactamente lo que estaban pensando. Jesús continuó: Ustedes me dirán, haz aquí en tu tierra todo lo que has hecho en Capernaum. Ahora, no solo se miraron, una risa de aprobación se dibujó en su rostro, con un movimiento de afirmación movieron su cabeza. De cierto les digo, nadie es profeta en su tierra. Ahora se asombraron.

A continuación Jesús utiliza dos ilustraciones para aclarar su punto principal: aunque yo soy el Mesías, ustedes no creerán en mí.

Las dos ilustraciones se ubican aproximadamente 870 años antes del encuentro en la sinagoga. La protagonista de la primera ilustración es una viuda natural de Sarepta. Durante actividad profética de Elías, dejó de llover en Israel por tres años, lo que desencadenó un hambre por toda región. Muchas viudas había en Israel sin nada que comer, pero a la única que nunca le faltó comida fue a una mujer en Sarepta de Sidón.

Para la segunda ilustración Jesús utiliza un caso similar, pero que ocurrió años después, en la actividad profética de Eliseo. Un hombre leproso fue limpiado milagrosamente al hacer lo que el profeta le mandó. Muchos leprosos había en Israel enfermos, atormentados por la lepra, pero el único que fue sanado fue Naamán, el sirio.

En juntos casos, los más recordados profetas de Israel tenían un papel especial, Elias y Eliseo. En juntos casos los profetas dieron una orden. En juntos casos había una necesidad manifiesta en el pueblo israelita. En juntos casos los beneficiarios de la obra del profeta son extranjeros. En juntos casos ninguno de los israelitas hambrientos o leprosos tuvo provisión o fue sanado.

No había nada que los molestara más que escuchar que una bendición adquirida por derecha, y de la cual, creían ellos eran los únicos dueños, pasara a manos de gentiles incircuncisos, alejados de Dios, idolatras, sin Dios y sin salvación. Cómo se atrevía este Jesús a recodar semejantes historias. Cómo se atrevía este Jesús a compararlos a ellos, judíos de bien, con el pueblo de Israel de seis siglos antes. En ese momento la alegría de haber escuchado que Jesús era el Mesías se convirtió en enojo, el enojo en rabia, la rabia en desprecio, el desprecio en ira.

Con la mente cerrada y los corazones palpitando a toda velocidad, los que estaban en la sinagoga se levantaron con furia, todo era desorden. Los más fuertes cegados por la ira llegaron hasta la silla donde estaba sentado Jesús, con violencia lo levantan y casi que cargado comienzan a salir de la ciudad.

Ante tal algarabía, las mujeres comenzaron a asomarse por las ventanas de las casas, otras salían a las calles y solo preguntaban qué era lo que pasaba. Todo era confusión. Los hombres que no habían asistido a la sinagoga ese sábado olvidaron que era el día de reposo y ninguno siguió reposando, solo pensaron unirse a la manifestación.

Rápidamente se convirtió en una trifulca. Los líderes del pueblo iban adelante, los hombres los seguían, los niños corrían de un lado para otro, las mujeres miraban desde la orilla de la calle. Jesús, silencioso, era llevado, no iba. Lo arrastraban.

¿Cómo es posible que el pueblo que lo vio crecer, lo que lo conocieron de niño ahora lo lleven a la parte más alta monte para despeñarle? ¿Hace un momento no era todo calma en la sinagoga y todos hablaban bien de Jesús? Las contradicciones del corazón humano. El fruto de la incredulidad. El resultado del orgullo.

Llevaron a Jesús al borde del precipicio y no era para que mirara el valle, lo querían lanzaran al vacío. 150 metros separan la orilla de la cumbre con el piso de arena. Su caía era una muerte segura. Nadie parece frenar la situación, nadie se inmiscuye.

Al final llegan a su destino. El aire es más frío que en la ciudad, golpea con más fuerza en la cara. Jesús es arrojado en tierra. Todos esperan a sus espaldas. Alguien tiene que empujarlo. Jesús se levanta. Sin mirar a nadie, sin decir una sola palabra, da media vuelta, pasa por en medio de ellos y se va.

El silencio llena los corazones. El hijo de José el carpintero tiene algo más que el título de Nazareth, por haberse criado allí. Jesús es el ungido de Dios. Solo el Mesías puede pasar por medio de una multitud ciega de la ira, dispuesta matarlo, e irse.

Hoy Jesús sigue al borde del abismo, y detrás de él estamos muchos de nosotros.

La incredulidad llena los corazones igual que los llenó ese sábado en la sinagoga de Nazareth. Aunque le reconocemos como el hijo de Dios, y sabemos mucho más de lo que otros pueden saber de él, no le creemos. No creemos en él.

La viuda de Sarepta y Naamán el sirio fueron distintos a todos los israelitas porque creyeron que quien les hablaba era un profeta del Dios vivo. Una vez creyeron, hicieron todo lo que el profeta les dijo que hicieran, por más contradictorio que pareciera: Elias le dijo a la viuda que le diera de comer, así fuera o último que tenía, y siempre tuvo alimento; Eliseo le dijo a Naamán que se bañara en el rio siete veces, él lo hizo, y fue sano de la lepra.

Creyeron. Escucharon. Obedecieron. Vieron la recompensa.

Creer en Jesús dista mucho de saber sobre Jesús, de saber dónde nació, que enseñó, que milagros realizó. Creer en Jesús está en oírlo y hacer lo que él espera que hagamos.

Quienes lo escuchaban ese domingo, oyeron su voz, su declaración, pero nunca creyeron que él era el ungido de Dios. Cuando no creemos en Jesús, ni hacemos lo que él dice que debemos hacer, lo estamos llevando al borde del abismo. ¿Y qué hace él? Ante nuestra negativa de creer en sus palabras, da media vuelta y nos demuestra que verdaderamente él es Dios, pero nosotros sin él no somos nada.



John Anzola
Escrito: Abril de 2014
Publicado: Marzo de 2015.





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