7/5/16

Mi nombre no es tan importante como lo puede ser mi testimonio. No recibí un milagro directo de Jesús de Nazareth, tampoco fuí parte de los 12 discípulos que lo acompañaban siempre. Por el contrario, estuve en sentado durante horas en el verde prado del monte mientras escuchaba sus enseñanzas, también estuve el día en que multiplicó los panes y los peces.


El día en que lo tomaron preso, y que la noticia llegó como un susurro voz a voz fuí a ver qué había pasado. De lejos lo ví. Ya lo estaban azotando. Luego alguien me contó que Pedro, uno de sus 12, le negó. Seguramente si esa noche me hubieran preguntado por él, también lo habría negado.


Todas las esperanzas se estaban yendo como cuando un río se lleva la arena. Tres días después de su muerte nos dijeron que había resucitado, tal como lo decían las escrituras, y esto indicada que él era el Mesías. La confianza regresó. No confiábamos en un carpintero. Creíamos que él era el Mesías.


También estuve en el monte, ví como subió al cielo. Y recuerdo muy bien que nos dijo que nos quedáramos en Jerusalén hasta que viniera poder de lo alto. Así lo hicimos. Pasaron 50 días de partida, y su presencia me hacía falta. Sus palabras, sus enseñanzas, su poder. Un vacío se sentía.


Ese día nos reunimos como 120 seguidores de Jesús. Estábamos reunidos tal como él lo dijo. Unos recordaban sus enseñanzas, otros sus milagros, otros cantaban, otros oraban como él les dijo. De repente hubo un sonido muy fuerte, y un viento llenó toda la casa.


Lo sentí de nuevo. Ahí estaba. Su presencia era real. Pero ahora no era como antes cuando lo escuchaba en medio de la multitud. Ahora lo sentía cerca, qué digo cerca, los sentía dentro de mi corazón.


Mi corazón no cabía de la dicha. Comencé a alabarlo, a darle la gloria, comencé a hablar con él. Ahora que lo recuerdo debo decir que no lo hacía en mi propia lengua, sino en una lengua distinta. Las palabras no alcanzan para describir lo que se siente que Dios llene el corazón de un hombre. Ese día fuimos todos llenos del Espíritu Santo.

Su promesa se había cumplido. Tal como lo dijo, ahora estaba entre nosotros. Pero no digo con nosotros, quiero decir dentro de nosotros. Vivir con junto a Jesús es una experiencia que te da mucho que testificar, pero que Jesús viva en tu corazón es una bendición que te asegura salvación.  ¿Habita Jesús en tu corazón?

Si nunca has experimentado el poder de Dios en tu vida, lo puedes hacer. El Espíritu Santo está dado, es para tí. Sentir a Dios en tu vida te transformará.



Fotografía tian2992

Tomada de: https://www.flickr.com/

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